La
luz es el primer animal visible de lo invisible
(José Lezama Lima)
Rasgar lo
escondido, lo que se oculta. Leer la realidad
en las cenizas,
en esa oscilación de lo
cotidiano en la
que se atisba otra existencia.
Hurgar a través
de un paisaje grieta, renegando de una estirpe.
Una nueva piel
que brilla. Mutación y sierpe.
Hundir las manos
en el vientre de un espejo y rescatar
un fémur oxidado,
una oscuridad invisible.
Hundir las manos
en esa piel líquida, palpar esa construcción migratoria,
alumbrar un corazón
de pulpa y escombro, un rastro de sexo
con su caligrafía
subterránea y devastadora.
Sentir su roce acuático,
su aliento invisible fluir entre los miembros.
Sentir la carne,
testigo que nos atormenta,
injertada en un
cuerpo que agoniza a cada sueño. Esa carne
que es límite y
se funde en la palabra,
que se pierde,
íntima, en una piel tan profunda como el aire.
El dolor nos hace
aterradoramente conscientes del tiempo,
lúcidos,
sabedores de la duración de cada palabra,
de la métrica de cada
susurro, del sabor de cada aliento desbastado;
nos convierte en ferozmente
humanos. En animales invisibles
que despiertan en
un eterno retorno. Un éxodo silencioso e inerte
en el tiempo de
las lilas, de la muerte y resurrección de las semillas,
de la caída de un
fruto tras otro. Imagen de la medida de lo que somos:
orígenes y tejido,
lluvia y forja;
hueco, agujero
ciego en el que nos reconocemos.
Obscenidad y
neón. Luz suturada
y médula ardiendo.
Otra realidad
se impone, una
nueva carne emerge,
obsesión más allá
de la piedra y el hueso.
Más allá; donde surge
su amarga arquitectura.
- Ángel María García
Martiartu