Amanecer
es un agujero
infinito
en el que mi
cuerpo es ofrecido al mundo.
Una madriguera,
una boca hambrienta
que despliega en
la noche su ritual femenino y salvaje.
Un baile atávico despierta.
Movimientos
multiplicados en una
reverberación infinita.
Dermis. Umbral.
Resplandor cosido
a cada quebranto,
a cada recuerdo,
a cada cuerpo devorado.
Un animal
ancestral sucumbe a cada cambio, tatuado de melancolía.
Y ese destello agoniza
en un reflejo sometido, una cuna desordenada,
oculta y
mortuoria, en la que un monstruo
de inercia y confusión
se desdibuja para emerger desde el fondo.
Mi cuerpo se
rinde ante su propia gramática como un asesino;
entre el alarido del
mimo y el trazo sumergido en los espejos,
deshaciéndose en el
calor ya olvidado de las caricias,
en pentagramas
como bosques, en el movimiento de las bandadas
de los pájaros en
el cielo donde dibuja su esencia y despedaza el aire.
Recitando, lascivo,
una letanía mientras se desvanece su hechura.
Perdido en el
paisaje espectral de la carne. Perdido. Metamorfosis y heridas.
Eternidad y
equilibrio. Y el tiempo marchito.
Un cuerpo tras
otro asolándose. Dejándonos atrás: una visión, una frontera,
el sonido de una
vocal derrumbándose.
Mi imagen se desnuda,
sin palabras, confusa. Redención y remordimiento
dibujados en su
reflejo; idéntica e inexacta, totalmente nueva.
Es la derrota de
la carne. Su adicción, su dolor. Su locura.
Caos, escritura
intestina, raíz y proporción: huecos, sueños y memoria
cosidos a una
entropía aterradora que rige nuestras vidas.
Una capitulación
cambiante y angulosa.
Mi piel,
coordenada caótica y salvaje. Mi piel como un grito.
§ Ángel María García Martiartu