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viernes, 18 de abril de 2014

LA CIUDAD SUMERGIDA, LA ÚLTIMA PIEL

Casi líquido,
el aire resbala entre mis dedos, rojo oscuro casi azul,
opaco frenesí.
Reflejando, en simetría, sin mentira posible como un espejo;
aquello que se cruza en su camino:
laberintos,
el caos que escribo con mis labios sobre tu piel,
la crueldad de una caricia o el lenguaje de la lluvia.
Todo se suma a la entropía susurrada en su oído.

Bajo el agua todo ocupa su lugar, en silencioso desfile,
ni tu piel translucida (que grita heridas tan blancas como cisnes de  plata),
ni tu boca  (susurrando árboles hambrientos)
concluyen, mudas,
la descomposición ni el desorden.

El viento barre dulces calles calladas,
rectilíneos pasillos vacíos en una procesión de sombras
donde el recuerdo se hace carne en lo que no ha sido,
sin miembros ni párpados
sólo cartografías infinitas como catálogos de arena,
ilimitadas y cruzadas por líneas torcidas o emborronadas.

La voz de mi ceguera construye su piel a través del viento
escrutando la cicatriz íntima de las cosas,
fatigando esa grieta,
para franquear la puerta que muestra lo inseparable,
lo intestino.
Hilando lo deshilachado y deforme. Mi  identidad  descarnada y obscena.

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